La Espiritualdad como Servicio a la Vida
por Mamerto Menapace, Monje benedictino.
Extraído de su libro. “No tan lejos ni hace tanto”.
Los primeros misioneros venían a América creyendo que su misión era salvar almas.
Profundamente convencidos de que fuera de la Iglesia no había salvación, y que a la Iglesia accedía por el bautismo, se internaron por estas inmensas tierras, buscando por los medios que fuera lograr que nadie se muriera sin el bautismo.
Los devoraba una pasión de amor; amor de Dios y a sus hermanos condenados a la perdición perpetua debido a su idolatría, y hasta a su imaginada antropofagia.
Llevados de esta pasión, pusieron todo su ardor en lograrlo, y en ello llegaron al heroísmo.
Aunque no siempre respetaron ni los tiempos ni las formas.
Sus métodos fueron frecuentemente intimidatorios, ya fuera por las armas en lo físico, como en el terror al infierno en lo espiritual.
Y su expresión a menudo resultó incomprensible para los aborígenes, tanto por no comprender sus categorías mentales, como hasta por desconocer el lenguaje con el que se los evangelizaba.
Y cuando digo lenguaje no me refiero tanto a la lengua como tal, sino al medio apto para comunicar a través de la palabra, que es mucho más que el diccionario.
Luego de una estupenda oleada misionera que puso la base de la fe cristiana en nuestros pueblos, vinieron los evangelizadores en la época posterior a la Independencia.
Aquí el ardor se basaba en otras convicciones.
Se veían desaparecer culturas enteras por el hecho de no lograr acceder a los beneficios de la sobre revalorada civilización.
Y, así, en muchos casos evangelizar se identificó con civilizar.
Pienso en la gesta de los salesianos en la Patagonia sureña.
En aquello inmensos territorios que hasta mediados del siglo XIX fueron inaccesibles al hombre occidental, ahora ellos fueron a llevar sus escuelas, sus talleres y sus hospitales, buscando que los pueblos primitivos se fueran integrando a la civilización occidental y cristiana.
Hay que aceptar con humildad y realismo lo que hoy vemos claramente como errores y hasta chantaje cultural, pero no podemos negar su enorme valor y los estupendos resultados de esa gesta.
Pero creo que el Papa Juan Pablo II, en Santo Domingo nos invitaba a un nuevo ardor: quizá ya no motivado por ninguno de estos dos sentimientos.
Lo que hoy nos lleva a evangelizar es nuestro profundo amor por la vida.
La gloria de Dios es que el hombre viva.
Jesús decía: yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia.
Anunciar a Cristo es optar por la vida, y por un anuncio de vida a través del evangelio predicado con respeto a cada hombre en su cultura, defendiendo la paz y la justicia .
por Mamerto Menapace, Monje benedictino. Extraído de su libro. “No tan lejos ni hace tanto”.